Guerra civil española: la batalla de Belchite.

 

 


 

LA BATALLA DE BELCHITE

Septiembre - octubre de 1937.

En Fraga, hemos dejado atrás la rica Cataluña para adentrarnos en Aragón: una tierra totalmente distinta, cuyo entorno es áspero y salvaje. Está formado de montañas escarpadas y áridas, de valles terrosos y resecos, de polvo que se levanta en pequeños torbellinos en sus elevadas llanuras; sus pueblos son pobres, abandonados y lejos del mundo que cualgan en las alturas como nidos de rapaces; sus piedras son amarillentas que el sol calienta a todas horas.

 


 

En estas tierras de Aragón no había pequeños propietarios antes del levantamiento de Franco,: por un mísero salario de apenas cinco pesetas al día, los campesinos se ponían al servicio de los grandes propietarios durante cinco meses al año. Terminadas las faenas agrícolas, tenían que buscarse la vida ellos mismos como podían. 

 


 

Ahora, el tiempo ha dado la vuelta a la tortilla y los grandes propietarios han abandonado sus lujosas moradas, han huido a Europa, a Salamanca o a Burgos. Ahora, los campesinos que trabajan la tierra son sus propietarios.

 

 


 

En estos pueblos de Aragón que atravesamos, todo se ha puesto al servicio de la comunidad: la tierra, el agua para regar, el trabajo e incluso los beneficios. Es lo que se llama las Colectividades agrarias. Unos Comités locales son los que se encargan de comprar todo lo necesario para abastecer a los vecinos y de organizar los servicios públicos: compran alimentos, máquinas, construyen escuelas y carreteras, cuidan a los enfermos... 

 


 

Aún es pronto para pensar en recoger los frutos de este trabajo, pero al menos los habitantes ya no pasan hambre y los campesinos han recuperado su dignidad y se sienten respetados. En una modesta sala del comité de Velilla de Ebro, se puede leer la siguiente pancarta: “¡Compañero, aquí ni pobres ni ricos, sino hombres libres cuyos hijos tienen para comer!” 

 


 

 El cierzo soplaba fuerte por aquellos parajes desérticos de Aragón cuando yo y mis compañeros caminábamos por la orilla izquierda del Ebro. Ya se habían ido los fascistas y, antes de marcharse, volaron el gran y hermoso puente de Pina de Ebro. Los pilares seguían en pie en medio del agua. Bajamos a la orilla un poco más lejos y encontramos otro puente hecho con barcas que se movía al ritmo de las aguas tranquilas.

 

 


 

En una sola mañana, nuestras tropas lo habían construido. Un trabajo bien realizado que nos enorgullecía y nos unía. Era un puente de una gran resistencia pues las tropas y los camiones podían cruzar de una orilla a otra con toda seguridad. 

Cerca de la orilla, en una barca y con el torso desnudo, a uno de nuestros compañeros aún le quedaba un poco de tiempo para lavarse con vigor. No teníamos tiempo para nada, ni para lavarnos apenas, sólo teníamos tiempo para batallar en el frente que estaba delante de nosotros. Nuestra suciedad corporal nos acompañaba diariamente y se alimentaba del polvo del camino, del calor y del sudor. El agua brillaba en su piel blanquecina y chorreaba por su cuerpo. El soldado se rascaba con fuerza. Caminábamos por el puente de madera recién cortada, que crujía y chirriaba. El viento soplaba fuerte y favorecía el balaceo de las maderas. Las olas chocaban contra las barcas y el agua nos salpicaba en las piernas.

 

 


Al cruzar a la otra parte, nos encontramos con una gran llanura amarilla y terrosa que se dibujaba ante nosotros cortada solamente, a lo lejos, pour una invisible línea formada por las viejas trincheras gubernamentales. Nos apresuramos y al llegar  vimos instalada una alambrada de espino enrollado y estacas rodeadas de espinas para impedir el avance de los tanques. Caminamos unos tres kilómetros por una tierra de nadie donde sólo se habían escuchado el sonido de las balas y el estruendo de los ingenios militares durante los últimos doce meses.

 


 

Cuando llegamos a las trincheras fascistas, nos quedamos sorprendidos de su cuidadosa y magnífica realización: habían construido fortalezas y bunkers de cemento armado; incluso había murales en las paredes de uno de ellos. Ahora, habíamos llegado nosotros, los soldados republicanos, y descansábamos o leíamos los periódicos junto a las banderas y las armas tomadas a los italianos. 

 

 


 

Entramos en zona de operaciones. Ante nosotros, aparecían las aldeas destrozadas por los ataques de los Capronis y de los obuses; las tropas de refuerzo acampaban en los alrededores. Junto a las carreteras secas y polvorientas se van creando torbellinos de polvo por el infinito trásitar de convoyes de abastecimiento y de municiones, de estafetas y motocicletas, de coches oficiales y de ambulancias. Durante un tiempo, estos vehículos se encontraron a la sangrienta merced de los ataques aéreos de los aviones rebeldes de caza, los ametrallaban a baja altura prácticamente sin la posibilidad de defenderse, volando a más de 400 kilómetros por hora. Nuestras baterías de artillería están cuidadosamente camufladas montando guardia en los lugares más estratégicos para lanzar mortíferas barreras a la primera alerta.

 


 

Ya habíamos visitado en el frente de Aragón cinco meses antes los sectores de Belchite y de Quinto. Allí habíamos tenido la oportunidad de compartir algunos momentos con la gran variedad de grupos que integraban las filas republicanas: los anarquistas a las órdenes de Durruti, los comunistas dirigidos por Líster, los voluntarios republicanos de Barcelona y los milicianos españoles de Madrid y de Valencia. Pudimos comprobar que no eran más que militares improvisados, carentes de material, de profesionalidad y de municiones, operando cada uno a su manera sin ningún vínculo entre ellos, obedeciendo solamente a sus líderes políticos; sin embargo, dentro de este desbarajuste también, gracias a su intrepidez y resistencia, consiguieron el milagro de expulsar de Cataluña a los regimientos liderados por el faccioso Cabanellas. 

 

 


 

Sin embargo, esta falta de unidad, de disciplina y la pluralidad de mandos hizo que el éxito no diera los frutos esperados y por eso en el frente de Aragón se vivió durante un año una especie de equilibrio forzado, oliendo la derrota.

Nosotros, como periodistas extranjeros, entramos en territorio español como simpatizantes del bando republicano y comenzamos a recorrer los frentes en busca de noticias que mandar a los periódicos europeos. La visión de las tropas gubernamentales que tuvimos chocó bruscamente con el sentimiento que ahora se expresaba. Pensando que las tropas seguirían siendo ineficaces, ahora nos llevamos un chasco y esta vez me daba la impresión de encontrarme frente a soldados de verdad. Ahora, en el ejército republicano las columnas políticas se habían unido formando divisiones regulares, estaban sometidas a un mando único, desfilaban bajo una sola bandera y todos cantaban un solo himno que todos respetaban a la hora de lanzarse a la batalla.

 

 


 

Los intereses individuales y las pasiones partidarias les devolvieron la confianza dando paso a una especie de unión entre hermanos contra el fascio teniendo como consecuencia una ristra de brillantes operaciones que empujaron a los facciosos y a sus aliados, desde la provincia de Teruel hasta los Pirineos, hasta las plazas fuertes de Zaragoza, Huesca y Jaca.  





Cinco meses antes, desde las alturas fortificadas del Monte Lobo, yo había observado con mis prismáticos los pueblos de Belchite y de Quinto, ocupados por los requetés y los mercenarios moros. Según decían ellos, sus posiciones eran impenetrables por los numerosos bunkers que los ingenieros alemanes habían construido delante de sus muros. Ahora Belchite y Quinto ya estaban en zona republicana y a unos 35 kilómetros del frente. 

 


 

Decidimos ponernos en camino hacia Belchite. El cierzo soplaba fuerte como siempre y el cielo estaba oscuro, sin vigor, como muerto, de aspecto atormentado, fúnebre, trágico. Seguro que Goya se ha inspirado de estos cielos para representar la tragedia en sus cuadros.  

 


 

Belchite nos aparece a lo lejos, humeante, ruinoso, parecía que se escondía más y más como un animal asustado a medida que nos acercábamos. Han desaparecido las líneas de las calles, las plazas, los rincones, las callejuelas... cubierto ahora todo por el escombro que forman los tejados hundidos o los pilares quebrados; el campanario de la iglesia de ladrillo aún se mantiene en pie agujereado por las bombas y la metralla.  

 


 

 A finales de agosto, había tenido lugar un enfrentamiento en los alrededores. Una columna de 6.000 catalanes fue aniquilada por las tropas nacionalistas teniendo que abandonar numerosos prisioneros y una importante cantidad de municiones. La columna roja, que había desembarcado en la Isla de Mallorca, quedó totalmente liquidada. 

 

 


 Al entrar en el pueblo nos encontramos con un espectáculo tremendo: todo el pueblo está derrumbado y hecho escombros: hay infinidad de agujeros en las paredes, las casas ya no tienen techo ni paredes, las balas se han incrustado por todas partes. Ni una casa se ha salvado de un terrible combate calle por calle y casa por casa. Con los bolsillos llenos de granadas, los oficiales se han lanzado los primeros al asalto.

 


 

Todos los civiles han abandonado sus casas. En poco tiempo, han visto cómo sus casas y su pueblo entero se derrumbaban poco a poco a golpe de cañonazos, por el bombardeo de la temible aviación. Sólo los soldados habitan en estas ruinas donde no hay camas ni colchones, ni armarios ni despensas, sino sólo piedras y chatarra. Mientras caminamos por las calles polvorientas llenas de ruinas, un olor acre penetraba en nuestros cuerpos y nos ahogaba. 

 

 


Nos miramos unos a otros y luego dirigimos todos a la vez nuestra mirada hacia los escombros. No dijimos nada porque habíamos comprendido enseguida: había muertos por todas partes enterrados bajo los escombros y poco a poco se iban descomponiendo desprendiendo un olor inaguantable.





Los soldados trabajaban con afán para despejar las calles bloqueadas por las piedras y las paredes caídas. A veces, una pierna, una cabeza, un brazo o una caballería asomaban por debajo del escombro. Nos detuvimos unos instantes, no podíamos pasar. Más tarde nos contaron que dos horas antes de nuestra llegada, la aviación facciosa había bombardeado de forma rutinaria y cruelmente Belchite. Casi nos enteramos por casualidad pues ahora en Belchite sólo reinaba el silencio de los muertos y el llanto de sus familiares.

 


 

Nos dirigimos a la iglesia. Quisimos ver el lugar donde los rebeldes habían resistido a un asalto agazapados durante dos días tras la conquista del pueblo. La bóveda no era más que un enorme agujero por donde se veía el cielo azul. Dos esculturas de santos de color dorado se habían desplomado y formaban parte ya de los escombros.

 

 


En una calle, una mula muerta parda tenía las patas hacia arriba y las costillas al aire. Todo su interior estaba vacío. Sus dientes blancos mostraban una sonrisa absurda y eterna. Un hedor insoportable salía de su vientre donde miles de moscas revoloteaban felices produciendo un denso y molesto zumbido.

 

 


Pasamos junto a una casa, la parte de arriba estaba hundida, y me asomé, por la puerta, a una planta baja oscura. Allí vi a una pobre mujer arrodillada junto a algunas pertenencias, inmóvil, como hipnotizada. La llamé como para despertarla y me miró con aire desorientado. Lentamente, giró la cabeza y me dijo con una voz sin tono:

Nos habíamos ido todos antes de la llegada de los fascistas. Solo mi madre se quedó, era demasiado mayor. No sé qué ha sido de ella. Aquí éramos casi cuatro mil vecinos y unos seiscientos han sido fusilados por los fascistas.

De nuevo volvió a mirar los objetos que había junto a ella y comenzó a rebuscar con ansiedad en una alforja.  

 


 

Las calles estaban llenas de objetos de las casas esparcidos por efecto de los bombardeos. Cuando una bomba estalla, todo salta por los aires hecho polvo: retratos, sartenes, libros, armarios, zapatos, mesas... De pronto, me llamó la atención un brillo metálico que sobresalía de debajo del polvo: se trataba de una pequeña colección de medallas de hierro blanco con vírgenes arrodilladas y Niños Jesús.

 

 


A las afueras de Belchite, encontramos a una señora mayor, vestida de negro, que llegaba con la cara trastornada por la emoción, seguramente por la pérdida de su casa y de algún familiar.

Yo soy de aquí, nos dijo ella, busco mi casa. Pero entre tanto escombro ya no sé dónde estoy, ya no reconozco nada.

 

 


 

Nos fuimos con ella para acompañarla. Cuando encontró su casa, se detuvo, su cara se entristeció y se crispó, sus manos temblorosas apretaron fuertemente su vientre. Allí estaba lo que quedaba de su casa que tanto trabajo le había costado construir: alrededor de un agujero grande que había en una pared, no había más que piedras, palos y vigas de madera hechos pedazos. Sin decir nada, miraba a su alrededor como intentando reconstruir en su mente su perdido hogar.

 


 

Volvimos al pueblo a recorrer sus calles. Todo es un trágico montón de ruinas lleno de una peste insoportable que sale de los cadáveres que están involuntariamente enterrados bajo los escombros: es un olor intenso, asqueroso, hediondo, repugnante: las moscas se han multiplicado exponencialmente y forman grandes nubes negras denunciando la presencia de los muertos. 

 


 

Detrás de un muro, encima de unas piedras llenas de sangre, yacía un cadáver de un joven con boina, bocabajo, con las piernas y los brazos estirados. Sin duda, había caído de lo alto del tejado y se había estrellado contra las piedras sin poder evitarlo. Había un morral entreabierto a su lado de donde salía tímidamente un papel. Abrí el morral y, entre cigarrillos, fotos, carnets, y otras cosas, cogí el papel que no era más que un sobre de color amarillo cuidadosamente cerrado y, aunque lleno de polvo, estaba casi nuevo. Con certeza se trataba de una carta. Uno de mis compañeros observó que era un voluntario de la Brigada Lincoln al ver uno de los carnets que había dentro. Me decidí a abrirla por si hubiera una información importante que tuviera que llegar a su destino. Leí detenidamente su contenido a mis compañeros, estábamos un poco impresionados. Era la carta de un soldado americano que nunca llegó a donde tuviera que llegar. Estaba escrita en inglés, con una caligrafía lisible y con algunas manchas rojas. Decía lo siguiente: 

 



"A las diez, comenzó el ataque. Lanzamos el asalto en grupos de cinco, valientemente y con disciplina. Ahora, una crítica a las historias ridículas diciendo que la gente va al ataque cantando. Teníamos todos la piel azul. Las balas de las ametralladoras parecía que corrían y, lo supimos unos segundos más tarde, cubrían cada centímetro de la tierra de nadie. Pero ninguno de nosotros se echó atrás.

Dos de nosotros nos precipitamos sobre un olivar utilizando un árbol como escudo contra la muerte. Es curioso, me giré y pregunté a mi compañero: “¿Luego, qué hacemos? El me respondió: ¿Cómo quieres que lo sepa? ¡Avancemos!” Avanzamos de forma separada, saltando hacia los árboles delante de nosotros.

Uno de mis amigos, C…, cayó como una piedra, sin un ruido. Intenté arrastrarlo hacia un árbol: no valía la pena, una bala explosiva se había llevado la mitad de la cabeza. Yo, seguí avanzando.

 Dimos varios saltos que nos hicieron avanzar unos doscientos metros a los que quedábamos. Luego, nos detuvimos para esperar las órdenes. Como estábamos en una posición jodida, decidimos avanzar hasta un muro de piedras. Antes de que pudiéramos llegar, una ametralladora apareció y nos tocó a la mayoría de nosotros. Cavamos con tesón para hacernos unas pequeñas trincheras para protegernos. Acostado junto a mí, un cadáver (un fascista, creo, muerto en un ataque precedente; en todo caso, es el primer fascista que veo desde que estoy aquí). Me sirve de barricada. Tras haber disparado con mi fusil hasta que me cansé, pasé el tiempo cavando cada vez más hondo. 

 


 

Me han herido más o menos a las 10:20h de la mañana. He vuelto a las trincheras a las 9:30 de la noche. Esas diez horas pasadas en tierra de nadie es una experiencia que odiaría volver a vivir. A cada momento, me esperaba un contra ataque. Había preparado el fusil y la bayoneta en caso de necesidad pero sabía que eso sería inútil. Intentar arrastrarme hacia nuestras posiciones a pleno día era la muerte segura bajo esta concentración de fuego que, según los expertos, es la más importante desde la Gran Guerra. Entonces hice lo único que me quedaba por hacer: ¡quedarme quieto! Quisiera poder describir lo que sentía, pero es imposible; así que sólo diré los acontecimientos que han ocurrido.

A las 5 de la tarde, comenzó a llover, una fina lluvia fría que convirtió la tierra blanda debajo de mí en barro y la ropa a mi espalda en una capa de hielo. Dios debe estar protegiéndome porque me dormí enseguida por la humedad y la pérdida de sangre; de manera que tuve algunas horas de tranquilo reposo.

 


 

Hacia las 9, un compañero sacude el cuerpo tumbado junto a mí pero no se mueve; me sacude, no me muevo; me sacude una vez más y me despierto: “¡Hola! S. - ¿Estás herido? ¿Dónde? ¡En el pie! ¿Quieres que te ayude? No, voy a intentar correr”. Lo intenté, pero imposible. Comencé a arrastrarme. S se quedó conmigo hasta que le dije que fuera a ayudar a otro que pudiera necesitarlo más. Entonces, me dejó. Un rato después, otro americano se acercó para ayudarme, lo que quiso hacer a la fuerza pero me deshice de él.

¡Qué héroes esos muchachos que durante toda la noche fueron en ayuda de los heridos! Sólo la clase obrera y el antifascismo pueden producir tales hombres.

Sabiendo que los camaradas intentaban recoger a los heridos, esos cabrones de fascistas han barrido casi toda la noche el terreno con la metralleta.

Me costó, me parece, una eternidad regresar a las líneas. Afortunadamente, el fuego de las ametralladoras no iba en mi dirección – o bien yo estaba tan preocupado que no oía el fiu-fiu de las balas. ¡Llegué a las líneas a salvo!

De eso, hace ya tres meses (tenía un músculo del pie cortado), y solamente ahora estoy listo para volver de nuevo al frente".

Firmado N.

 

 

 


 

Un oficial se une a nosotros y nos acompaña durante nuestro recorrido. Con pelos y señales, nos cuenta lo ocurrido durante la operación en Belchite tal como él la ha visto, testigo del abominable horror que producen las escenas de guerra. 


"Desde hacía una semana, compañeros, el pueblo estaba totalmente rodeado por los nuestros. Podríamos haber utilizado la artillería y haber acabado de un solo golpe con ellos, pero era condenar a muerte a una población civil inocente. Tres veces propusimos a los fascistas que se rindieran. Se negaron. Tuvimos que apoderarnos de Belchite con el fusil en la mano, casa por casa, calle por calle. El olor ahora no es nada, amigo: viendo su causa perdida, los rebeldes fusilaron a unas trescientas personas: viejos, mujeres y niños que se habían negado a abandonar su pueblo natal, y habían dejado aquí y allá, sus cuerpos sin sepultura. Hasta a los soldados más duros esto les producía náuseas. 

 


 

El tercer día, los rebeldes supervivientes que serían una centena, se refugiaron en la iglesia. Una vez más, les ofrecimos una rendición honorable y la vida a salvo, les enviamos incluso unos mensajeros encargados de negociar el fin del asedio. Los desarmaron y los torturaron: durante todo un día, oímos sus gritos de dolor. 

 

 


 

Tras nuestra entrada en Belchite, como malos jugadores, los rebeldes bombardearon el pueblo el 11 de octubre que permanecía casi intacto por sus Capronis y sus Junkers. En escuadrillas sucesivas, pasaron treinta y tres veces la misma mañana. Esta calle por donde caminamos estaba resbaladiza por la sangre, sembrada de restos humanos… ¿La guerra? ¡Una carnicería!"

 

 


 

El oficial nos pone un coche a nuestro servicio para que abandonemos Belchite lo más pronto posible y nos desplacemos sin temor. Vamos por la carretera de Zaragoza, bordeando el Ebro. Una patrulla de la policía militar republicana nos da el alto.

“Atención, compañeros, nos avisan, los rebeldes están en Fuentes de Ebro, al otro lado del agua. A menos de trescientos metros. Es un suicidio continuar con el coche, el blanco es demasiado apetitoso. Si estáis convencidos con total seguridad de querer explorar la región, seguid. Y no perdáis el tiempo porque a veces les da por arriesgarse a realizar frecuentes incursiones en nuestro territorio.”

 

 


Al pronunciar estas palabras, una ráfaga de balas silbó muy cerca de nuestras cabezas como si la muerte tuviera prisa.

A esta distancia, lejos del frente de Zaragoza, no encontramos ni una maldita trinchera en un radio de seis kilómetros, sólo agujeros de obús. El Ebro es nuestro límite y dicta las ofensivas pues por su anchura no permite ataques intensos ni masivos. Es tierra de nadie, traidora y tranquila a la vez. Pero qué más nos da, la guerra es una gran aventura de mucho riesgo.

 

 


 

Dejando el frente en un barranco, mis compañeros y yo cruzamos corriendo a toda prisa la carretera de Zaragoza para acercamos al río. Pero los rebeldes nos han visto y, para darnos la bienvenida de forma desagradable, nos lanzan un denso fuego de ametralladora. Para ponernos a cubierto, nos cobijamos en un agujero de obús que está hecho a nuestra medida. Ahí nos quedamos y pasamos la noche al raso. 

 


 

La mañana es fresca, la pequeña bruma matinal se disipa muy pronto con el calor del sol. A simple vista, y sin necesidad de prismáticos, en la otra parte del río vemos las fortificaciones construidas por los fascistas. De vez en cuando, se ve la chechia roja de un regular marroquí. Vemos también sin ningún disimulo, quizá para asustarnos, los nidos de ametralladoras que brillan de vez en cuando. Por el campo, sin cesar, se mueven en vehículos los grupos de auto ametralladoras. 

 


 

Miramos a nuestro alrededor, el panorama sigue siendo desolador. Semi enterrados en el fango, decenas de cuerpos yacen a orillas del no man’s land, rígidos, secos, duros, medio podridos, donde, como una gran nube, decenas de buitres se dan un festín. Un rifeño yace clavado en el suelo por un bayonetazo, con los ojos llenos de gusanos; en su mano aún tiene su temible puñal encorvado que había sacado para matar a su enemigo. 

 


 

 

Pero si al principio uno va a la guerra con mucho miedo, la realidad pronto hace que te olvides de eso porque el juego es: o mato o me matan y no hay más. Si estamos en una trinchera en primera línea, bajo el fuego intenso y la metralla que cae por todas partes, excitados como estamos por la circunstancia del combate, la muerte nos parece algo normal, es quizá la mejor liberación. La muerte de un compañero a nuestro lado nos parece algo irreversible, producto del heroísmo y del valor. Sin embargo, sólo estamos nostros, en el silencio sepulcral que emana de este decorado campestre a unos metros de las mansas aguas del río; bajo las tiernas hojas de los árboles de un pequeño bosque, oímos trinar felizmente unos pájaros ajenos a toda esta crueldad y rodeados de estos cuerpos putrefactos, nuestro ánimo se revuelca y se exaspera cada vez más. De momento, uno se puede volver loco y pensar que todo esto se tiene que acabar, que todo esto no puede ser; y de repente, te levantas lleno de amor fraternal y te diriges al enemigo con los brazos abiertos para decirle que ya basta de todo esto, que no vale la pena matarse los unos a los otros. Entonces, el enemigo, al verte, se encargará de quebrar ese sueño y te descargará toda su metralla en el vientre o te hará prisionero para torturarte y fusilarte.




Ya llevamos un día observando al enemigo, defendiendo el parapeto de la muerte. Esta trinchera defendida por nuestros enemigos se ha ganado a pulso este nombre, pues se encuentra en la cima de una cresta y a doscientos metros colina abajo de nuestras fuerzas. Entre ellos, se intercambiaban disparos con firmeza utilizando ametralladoras pesadas, fusiles ametralladora y torpedos alados, que daban cuenta de su eficacia cuando oíamos los lamentos de las víctimas.

 

 


 

Las balas perdidas que rebotaban en las piedras eran casi las más peligrosas y pudimos ver cómo dos republicanos fueron abatidos por ellas por la mañana. El descanso llegó a la hora de comer y luego volvieron al combate hacia las tres de la tarde. No sólo se disparaban entre ellos, sino que también se hablaban y gritaban con ayuda de un megáfono; nuestros enemigos de enfrente mezclaban los insultos con las ráfagas de balas: 

¡Hijos de puta, vais a morir frente a Zaragoza! ¡Canallas, marxistas! ¡Bandidos sin virilidad! ¡A vuestras mujeres y a vuestras hermanas ya las conocemos!”

 

 


A eso de las cinco de la tarde, la artillería fascista inició una ofensiva contra las segundas líneas republicanas y los obuses silbaron sobre nuestras cabezas con un poderoso rugido. Luego, comenzó a acercarse una escuadrilla facciosa compuesta de unos diecisiete aviones proveniente de Zaragoza que volaban muy alto, seguramente con la intención de reposicionar la artillería y examinar la retaguardia.

En el parapeto de la muerte habría sitio para unos doscientos hombres. Mientras que una mitad vigilaba, la otra mitad descansaba en las galerías subterráneas detrás de la trinchera. 

 


 

Una vez, vi a uno que se durmió en plena vigilancia: seguramente estaba agotado pues el sueño le llegó cuando mordía un trozo de pan sosteniéndolo aún en la mano.

Con tiempo claro y caluroso, abandonamos al día siguiente el lugar para visitar las líneas republicanas de Zaragoza. Como el tiempo lo permitía, saqué mis anteojos y pude ver los barrios bajos de Zaragoza así como la majestuosa silueta de la catedral de La Virgen del Pilar. 

 


 

  A mi lado, encontré un periódico, El Liberal del 21 de octubre. Le eché un vistazo y me detuve a leer la emocionante llamada a defender Madrid que hacía Alvarez del Vayo, Ministro de Asuntos Exteriores y comisario general de Guerra:

 "¡Defender Madrid! - esta es la consigna suprema. Todos los obreros, todos los ciudadanos libres de Madrid, todas las mujeres deben darse cuenta de que si sus sentimientos están a la altura de las circunstancias en la capital de la Revolución y de la República, la victoria es segura. Pero solo lo será si cada uno hace los mayores esfuerzos. Madrid no se defiende gritando en el frente - que ahora está tan cerca: - "¡Nos han cortado la retirada! Nos conducen a una carnicería!" o pidiendo mejor material de guerra que el que nos pueden ofrecer ahora. Ni debilitando el impulso revolucionario por una crítica negativa y estéril. Madrid debe encontrarse en el mismo estado que cuando aquel día inolvidable en que tuvo lugar el asalto al cuartel de la Montaña.

Para defender Madrid, tenemos que pasar a la ofensiva victoriosa en el frente. Cada obrero, cada ciudadano libre de Madrid, en la tensión de su voluntad, debe saber que vale más salvar su vida luchando en las trincheras que exponerse a la ignominia de ser fusilado por no haber sabido luchar a tiempo."




 

Al mando de la posición estaba el comandante X. Al terminar de leer el texto, me dijo:

"Eso son palabras, muchacho, eso es coraje e ideas ¡qué coño!"

y se me quedó mirando fijamente esperando una respuesta mía que no llegaría jamás. Giré la cabeza y, mientras yo observaba con sorpresa los cañones de artillería de grueso calibre que estaban colocando, el comandante X me dijo con orgullo:

 


 

Estos cañones llegan a más de 15 kilómetros y nosotros estamos aquí a siete kilómetros de Zaragoza. Claro, podríamos reducir a cenizas la capital de Aragón. Pero ¡hombre! Allí viven 80.000 no combatientes. No queremos deshonrar nuestra victoria masacrando a una población civil.

Tomaremos Zaragoza a nuestro momento que no está tan lejos, como hemos tomado Quinto y Belchite. Como soldados, ¡con las armas en la mano!”

Un joven de apenas 15 años, con la trompeta del regimiento en la mano escuchaba lo que decía su comandante. Alzando la vista me dijo con una radiante energía en sus ojos:

“Sí, señor, ¡tomaremos Zaragoza! Mi madre vive allí y yo ¡quiero volver a verla! 





 

 Composición realizada según los siguientes documentos consultados del periódico "Regards":


Cartas de soldados de la Brigada Lincoln. Presentadas por A. Chennevière. Revista REGARDS de 2 de septiembre de 1937. BNF. Gallica.

Artículos de Simone Téry del 7 de octubre de 1937 y artículo de Jean ALLOUCHERIE del 28 de octubre de 1937. BNF. Gallica.


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Images prises le 14 janvier 2011 à Belchite - Espagne



José María Gil Puchol© Productions 2021

Photographe à Loudéac 22600
 
FRANCE






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